Leocadia de Toledo



los romanos  en los principios del siglo IV de la era cristiana, dueños ya de toda la península Hispana,  trataron de dominar a los indómitos moradores de la ciudad de Toletun la pérfida semilla de su falsa religión. 

 

Los descendientes de celtas iberos y carpetanos instruidos por los mismos discípulos de tan sabio Maestro (algunos cuentan que el apóstol Pablo llegó aquí), resistieron con audacia la imposición de los idólatras dominadores, viéndose estos obligados á dar cuenta al Senado de Roma de tamaña rebeldía. 

 

Con objeto de hacer adorar sus dioses al pueblo español, enviaron los  ediles varios emisarios con órdenes terminantes reconocer la divinidad de las imágenes de sus idolos y de sus tradiciones ó sufrir inauditos tormentos este era su mandato. 

 

Vino á Toledo á cumplimentar su mandato Daciano, el cual no tardó en dar comienzo á sus pesquisas.

 

Una tierna joven, educada en el monasterio de las Hijas de Elias  fue Leocadia — que significaba mujer blanca — fué la primera victima que lo presentaron sus soldados como rebelde á dar cumplimiento a sus edictos.

 

Agotó el enviado extraordinario cuantas patrañas pudo idear su maligno ingenio para disuadir a Leocadia de las creencias que públicamente dijo profesaba, y como á pesar de todo viera sus esperanzas fallidas, sin dilación dispuso encerrarla en una horrible mazmorra y azotarla cruelmente.

 

Hiciéronlo así sus subditos, no una, sino varias ocasiones, hasta dejarla semicadáver, sin volverla á ver en algún tiempo. 

 

Hallábase la cárcel destinada á dar su martirio en el lugar denominado Capuchinos, detrás del regio castillo que fue el origen del Alcázar. 

 

Desde que Leocadia fué presa, los buenos ciudadanos que escucharon distintas veces de sus labios la explicación de las doctrinas del Maestro Redentor, no dejaban de orar por ella, bien aislados en sus hogares, bien reunidos en cuevas

 

Los ruegos y oraciones emanados de corazones caritativos fueron sin duda escuchados en la región de la dicha. Mas era llegada la hora de comenzar lo prometido, de morir por Dios, y asi había de verificarse. 

 

Una noche los centinelas de la cárcel sintieron sobrenatural ruido y voces que no les fué posible comprender, quizá fueran coros angélicos que entre armoniosos cánticos elevaran al cielo el alma de cierto mártir. 

 

A la mañana acercáronse á la mazmorra, donde sólo hallaron el rígido cuerpo de la joven predicadora cristiana. 

 

Dieron cuenta del suceso á Daciano, y éste ordenó fuera el cadáver conducido y arrojado, como de costumbre en otras ciudades, detrás de un templo pagano que estaba situado en la Vega, cerca de la margen derecha del Tajo. 

 

Los soldados imperiales atrezaron con cuantos arreos eran indispensables el vehículo destinado á este servicio, y antes que la noche tendiera por el horizonte, sobre aquel colocaron a la delicada mártir, sin cuidarse de cubrir sus flajeladas cual enlutadas gasas, colocaron sus carnes con sus ledos vestidos.

 

De esta forma custodiándola soldados (pues temían revueltas de los Toledanos), fueron cruzando por el centro de la ciudad y saliendo por la puerta más próxima al circo se dirigieron al sitio mencionado, en donde, como despojo vil de hidrófobo cuadrúpedo, la abandonaron sin darle siquiera sepultura. 

 

Los habitantes de Toledo, que vieron la manera de conducir el cuerpo de su paisana querida, vertieron amargo llanto, y de ser posible le hubieran arrancado de las manos de sus inicuos portadores. 

 

Mas la guardia de soldados sirvio para disuadirles de esta acción y así evitar nuevas venganzas. Finalizado el duelo que les embargara aquella tarde, y una vez llegada la noche, en pequeños grupos, fueron con toda precaución á la Vega, para sepultar, cual merecía, ó la ínclita Leocadia.

 

No esparcía sus manojos de luz la luna por el firmamento. Negras nubes la ocultaban á la vista de los mortales, y por esto no llegaron a ser vistos los cristianos que tan á deshora por aquellas sendas transitaron.

 

Cuando el cadáver de la mártir divisaron acercáronse á él, y se postraron á su presencia, entonaron cánticos y oraron implorando los auxilios divinos para la difunta maestra y aun para ellos mismos.

 

Acto seguido abrieron una fosa y colocaron allí los helados restos de aquélla, cubriéndolos luégo con piedras enormes, labrando de este modo un rústico mausuleo, pero suficientemente capaz de evitar que las aves de rapiña cebaran su pico en su querida maestra.

 

Terminada esta obra de misericordia tornaron los cristianos á la ciudad envueltos en sus luengos mantos, y formando pequeños grupos para desvanecer sospechas. 

 

En este improvisado panteón los Toledanos lloraban a Leocadia y oraban a Dios, hasta que Roma dió la paz á los cristianos permitiendo su culto, fue entonces cuando se la dedicó un templo en el mismo sitio en que había sido sepultada, el primer templo cristiano que se construyó en esta capital, erigido más tarde en Basílica.

 

Después comenzó una auténtica odisea para sus restos que hasta el siglo VIII sus estuvieron en Toledo. 

 

La persecución de Abderramán I contra los cristianos provocó que muchos mozárabes huyeran de la ciudad y se llevaran las reliquias de Leocadia, junto con las de otros santos toledanos. Las de Leocadia fueron llevadas a Oviedo, donde Alfonso el Casto erigió un templo en su honor. 

 

De Oviedo, las reliquias fueron llevadas a Flandes. Por mediación de Felipe II los monjes del cenobio de Saint-Ghislain (diócesis de Cambrai), donde estaban entonces depositadas, acceden a entregarlo al padre jesuita Miguel Hernández y en 1587 regresan a toledo siendo depositados en la catedral de Toledo. En la ceremonia de recepción asisten entre otros, el rey Felipe II.

Y hoy siguen en un cofre de plata y oro en el ochavo de la catedral.

 

Sobre las ruinas de la casa en que nació, existe hoy una Parroquia que lleva su nombre y en ella se conserva la cueva en que dicen que hizo sus primeras oraciones.

 

Sin duda alguna la misma Leocadia llorara amargamente, cuando al despertar en la resurrección vea con espanto como se transformaron las enseñanzas de su maestro, y quienes hoy dicen seguirla veneran aquellas mismas imágenes e idolos y siguen las mismas tradiciones qué sus verdugos.