Dos Genios Burlados



Hace unos ciento cuarenta años llegaron á la Imperial Toledo, y se hospedaron en la Fonda de Lino, dos viajeros procedentes de Madrid, modestos en la apariencia; si bien su andar pausado, penetrante mirada y fino trato denunciaron su NO vulgar procedencia y su vasta ilustración.

 

Ambos conocían perfectamente las callejuelas y encrucijadas do la ciudad, y por esto rehusaron las ofertas de los cicerones 6 guias, saliendo de la fonda citada solos y encaminándose hacia la incomparable Catedral — inmensa catacuiuba de celebridades patrias y admiración de cuantos la visitan — en busca de impresiones diametralmente opuestas con que alentar su espíritu creador.

 

Una vez dentro de ella, horas enteras dejaron correr admirando cuantos primores contiene y recordando los sucesos notables que en aquel sitio unas veces, y otras bajo las airosas bóvedas, han tenido lugar.

 

El tiempo so deslizaba suavemente, y los viajeros, embelesados en admirar y oir los cantos sagrados, olvidaron que la luz se debilitaba, y que los objetos causa de su admiración y mutismo perdían paulatinamente sus contornos y colorido, transformándose la filigranada Catedral en una caverna de severo y medroso aspecto, donde todo invitaba al reposo y á la oración.

 

Cuando menos lo esperaban, el encargado de las puertas de la iglesia despertó de su arrobamiento á nuestros visitantes, haciendo llegar á sus oídos el ruido do un manojo de llaves puestas en movimiento y seguido de la voz acostumbrada que se va á cerrar, cuyas frases repitieron ecos mil al chocar en los recios muros del templo.

 

A poco salían de 61 los viajeros, no sin mostrar su disgusto por aquella contrariedad, y como protestando de que se les lanzara del lugar de sus delicias, encaminándose acto seguido á la fonda.

 

No tardó en cerrar la noche. Comenzaron los serenos á encender los faroles de la ciudad — varios de ellos de principios de la corriente centuria — quedando algunos pasadizos y callejones tortuosos sin luz alguna, especialmente en los barrios extremos..

 

Uno de los puntos en que más escaseaban á la sazón las luces, y en el que menos animación se advierte durante todas las épocas, con particularidad en invierno, era el Barrio de los Templarios ó de San Miguel, situado á espaldas del Alcázar de Carlos I.

 

En un angosto callejón de este barrio tuvo lugar el suceso que á continuación vamos á referir; pero antes de apuntar más detalles, consignaremos los relativos al sitio en que se verificó.

 

La calle del Arquillo de San Miguel comienza en el Corralillo y termina en la cuesta de Capuchinos. Tiene al Noroeste, y no lejus de sí, las ruinas de una iglesia edificada sobre el solar de las casas del Cid Rodrigo Díaz de Vivar, primer Alcaide de Toledo y sus fortalezas, al Oeste la casa de los Templarios ó de la Parra, que conserva hermosos restos artísticos,y al Sur la Parroquia de San Miguel Arcángel y el Corralillo, plazuela de alegre horizonte, donde hoy se celebra la rifa de las Animas con la misma pompa que el siglo XVI.

 

En el centro de esta angosta calle, señalada con el núm. 5, existe, aún bien conservada, una casa de aspecto humilde, con patio que rodean columnas de madera y mármol desiguales, y una gran reja do hierro del siglo XVI adornada con relieves del mismo metal. En el marco formado por las maderas de la reja descansan varios tiestos de sencillas flores. Habita esta mansión hace años honrada familia de modesto obrero.

 

A tan retirado callejón llegaron nuestros viajeros antes citados, después de reforzar sus estómagos y no lo hicieron intencionadamente, sino que partiendo sin rumbo fijo de la fonda con el fin de observar la vida nocturna en Toledo y sentir las impresiones que en el ánimo causan la soledad y el silencio que imperan en muchas de sus calles, el ocaso les puso en semejante lugar.

 

Un solo farol, á bastante distancia de aquel punto, enviaba sus tenues rayos hasta el sitio en que ambos compañeros de viaje detuvieron sus pasos, cerca de la reja de los relieves y las flores ya dichas.

 

La oscuridad, el misterio y el silencio les rodeaba, coadyudando á dar tinte más fantástico á la angosta callejuela, el pausado y como temeroso murmullo del caudaloso Tajo, pues hasta allí llevaba el viento los ecos de su corriente.

 

Nuestros viajeros embozados hasta los ojos y hablando á media voz, entablaron animado diálogo al ver la hermosa reja y las sencillas flores de invierno que á despecho del frío lucían sus corolas.

 

— Hermoso sitio – dijo uno de ellos — ¡lástima que yo no sepa tañer el laúd para que la ilusión que cruza mi mente fuera un hecho! Juzgóme transformado en un trovador de la Edad Media.

 

–Solo falta — dijo el compañero — que esa reja deje ver por entre sus barrotes de hierro alguna deidad de esas que Toledo siempre guardó entre sus almenados muros. 

 

— Creo -replicó el otro — que sería capaz de sentir amor hacia la mujer que por esa ventana asomara su rostro.

 

— Dudo que llegara á punto tan elevado tu pasión –dijo el acompañante

 

— ¡Por el cielo! amigo, que sería capaz de sostener lo que digo aun con las armas en la mano.

 

— Lo puse en duda solamente — repuso el aludido— y por tanto, yo con placer vería esos amores, y hasta prometo ser el padrino.

 

—¿Lo juras? interrogó el de mirada escrutadora, cabellos y barba rubia.

 

— Por jurado –  replicó el que mostraba predilección por las musas.

 

Aquí llegaba su diálogo, cuando de pronto abrióse la ventana que tenían delante de sí, dejando ver una hermosa y morena joven de veinte abriles, que cantó con desenfado la seguidilla siguiente:

 

«Trovador que de noche 

Guardas mi calle,

No turbes más mi sueño

Con tus cantares.»

 

No bien hubo terminado su copla popular cuando cogiendo con aire brusco la portezuela de la ventana, cerró de golpe, ocultándose juntamente con la luz que delató sus facciones.

 

Quedaron ambos viajeros atónitos ante el inesperado fin de su acalorada polémica, y sin pronunciar palabra se alojaron de la calle del Arquillo de San Miguel, burlados y decididos ambos á no intentar de nuevo otra aventura amorosa.

 

La agraciada morena que tan brusca y displicente respuesta dió á los visitantes con su acre cantar, había escuchado sin duda alguna el diálogo por aquellos sostenido, y á su tiempo, hizo saber el sentimiento que abrigaba su alma.

 

Tornaron á la corto los tantas veces mencionados viajeros, y á muchos de sus amigos refirieron la inesperada y novelesca ocurrencia, celebrándola cuantos tuvieron de ella noticia.

 

Al autor de estos párrafos le refirió este suceso en Urberuaga de Ubilla el verano último uno de los protagonistas de la tradición, célebre pintor de historia.

 

Para satisfacer los naturales deseos de los lectores, citaremos los nombres de los viajeros, alma de la precedente narración.

 

Eran D. Gustavo Adolfo Becker, poeta eminente, y D. José Casado del Alisal, autor de los notables cuadros La Rendición de Bailen y La Leyenda del Rey Monje ó sea La Campana de Huesca.