En un salón preferente
Del gótico Alcázar regio,
Cercado de servidores
Que lucían satisfechos
Flamantes vestidos, armas
Y joyas de alzado precio,
El Rey Ejica imprecaba
Desde su encumbrado asiento
A una dama de su estirpe
Sólo porque de mancebo
Gentil, aceptó gozosa.
Canciones y galanteos.
Cuantas liases modulaba
El Rey, torrentes de fuego
Parecían, arrojados
Del abrasador averno.
Doña Luz, que sus pupilas
Clavó en el tapiz del suelo,
Pálida como una estrella
Del hermoso lirmamento,
Llorosa, trémula y muda,
Escuchó los improperios
Que el caudillo de los godos
La dirigiera soberbio.
Las doncellas y los pajes
Que aquestas cosas oyeron
Dudaron si su señor
Estaba demente ó cuerdo
Por disimular su enojo
Fijaba uno en el techo
Sus ninas, y meditaba
Sobre sus formas y mérito.
Otro de fuerzas hercúleas,
Frunciendo irascible el ceño,
Se aproximó á una lucerna,
Pretextando ver el tiempo,
Mientras que sus camaradas
—Cada cual según su ingenio—
Ostentaban el disgusto
Que embargaba sus cerebros.
Cuando el Rey hubo vertido
De su palpitante pecho,
Rendido por la fatiga,
Todo su ardiente veneno,
Dando á la sin hueso impulso
Extraño, mandó altanero
Retirarse á los presentes
De su espacioso aposento:
Orden que sin dilación
Cuantos allí eran, cumplieron,
Quedándose reclinado
Sobre su puño derecho.
Pasaron plácidas lunas:
Cada cual guardó su puesto.
Sin que entrevista sensible
Les inmutara de nuevo.
En tanto que el Rey velaba
Por el bien del vasto reino,
Dofía Luz, tras las almenas
Del Alcázar, frente al dueño
De su amor, miraba inquieta
Deslizarse suave el tiempo,
Más tímida que paloma
Que vuela al cazador viendo.
Testigos de sus placeres
Una y cien mil noches fueron
Centinelas, trovadores,
Las estrellas y los cielos.
El amor creció en sus almas
Cual crecen en turbulento
Mar las olas encrespadas,
Con furia, altivo sin término.
Ansioso el Duque Favila
De dar fin al sufrimiento
Que acortaba su existencia,
Puso su mano en el pecho,
Y lanzando hacia el empíreo
Su estentórea voz de trueno,
Luces demandó al Dios Padre
Para obrar con todo acierto.
Al punto corrió al Alcázar,
Y reanimando sus nervios
Mostró al Rey cuán voraz era
De su alma triste el incendio.
Ejica menospreciaba
Sus enamorados ruegos:
El fornido y bravo Duque
Juró realizar su empeño.
Un magnate que si acaso
Conocía sus deseos,
Interpuso á su favor
Con el Rey su valimiento.
Y tras de bruscas respuestas
E innumerables rodeos
Venció el amor al Monarca
De corazón más que férreo.
Concertáronse las bodas,
Divulgóse por el reino,
Fueron padrinos los Reyes
Y hubo públicos festejos.
Más tarde, los desposados,
Prole robusta tuvieron:
Vencido un Rey, engendraron
Otro que salvó su pueblo. (1)
(1) Refiérese á D. Pelayo, proclamado Rey en las montañas de Asturias , nacido en el Palacio donde hoy se halla el Monasterio de Comendadoras de Santiago (vulgo Santa Fe.)